miércoles, 22 de febrero de 2012

4.


Una sola vez he visto llorar a mi padre. Recuerdo aquel día claramente. Llovía con amabilidad y se podía observar al sol sumergirse en el horizonte. Mi hermano Adrian y yo nos mirábamos serios: Papá nos iba a castigar llegando a casa. Éramos conscientes de que habíamos cometido un error al pelear en donde la abuela, así que aceptamos nuestro destino cabizbajos y en silencio.

Estábamos arribando y empecé a escupir toda clase de disculpas que pudieran evitar lo que estaba a punto de suceder. Mamá me ordenó que guardara silencio. Tomé la mano de mi hermano y la apreté fuertemente. Bajamos del coche y entramos a la casa, el silencio se había llenado de ruidos. Nos bajamos los pantalones y nos pusimos contra la pared con dignidad. Papá propinó tres golpes a cada uno con su grueso cinturón café. Terminando se dirigió a la sala. Se cubrió la cara con las manos y dejó fluir el llanto. Lo miré perpleja y pensé en las palabras que mamá nos gritaba con frecuencia: los golpes me duelen más a mí que a ti. No la había comprendido hasta ese día.
Fui a sentarme junto a él. En cuanto sintió mi presencia secó sus ojos con el costado de su mano.

   ---Hija mía, hay algo que debes saber---susurró. ---Desde muy pequeño prometí que nunca tocaría a mis hijos.--- Volvió el rostro hacia mí y sentí que la calidez de sus grandes ojos negros me inundaba.

A continuación narró sus memorias. Entre otras cosas, contó que mi abuelo se embriagaba casi todas las noches con el dinero que le mandaba pedir a las calles. Y si no llevaba lo suficiente, su cara terminaba contra el asfalto. Casi al finalizar su relato, me dio la espalda y alzó su playera. Pude observar unas profundas cicatrices. Me explicó que eran a causa de una botella rota con la cual mi abuelo le había rasgado la espalda. En mi corazón nació un profundo deseo de aventarme a sus brazos y decirle cuánto me dolía que haya vivido experiencias tan turbias. Quería asegurarle que no era como su padre, que él era bueno y que yo lo quería.

El temor al rechazo me hizo prescindir de ese impulso. Papá nunca ha sido afectuoso y seguramente hubiera tomado esa muestra de cariño como una ofensa. Así que corrí rápidamente hacia mi recámara y cogí la vieja antología de Khalil Gibrán que reposaba sobre el escritorio. La hojeé desesperadamente hasta encontrar la sección de aforismos. Suspiré y bajé las escaleras con paso firme. Coloqué el libro abierto en las piernas de mi padre y le señalé un renglón específico. Se podía leer: “Del sufrimiento emergieron las almas más fuertes, los carácteres sólidos tienen cicatrices”. Pude ver una sonrisa disimulada en su rostro. Puso su mano sobre mi hombro y le dio un pequeño apretón. Le oí decir apenas con un hilo de voz que dejara el libro ahí y que me fuera a dormir. Obedecí inmediatamente y fui directo a la cama.

Entrada la noche, lo vi claramente cruzar por mi puerta y acercarse sigilosamente. Sentí sus labios en mi frente pero fingí estar dormida. No quería que supiera que me había dado cuenta de que su corazón era tan cálido como el más bello día de primavera.

1 comentario:

  1. Hola Eva. Me pareció muy interesante la cuarta entrada. Espero que sigas dando sorpresas en los proximos escritos. ¡Saludos!
    Victor Manuel.

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